domingo, 11 de mayo de 2008

MICRORELATOS DEL CONCURSO (IV)

Maldito EstrechoCarmen Mirones

–¿Cómo quieres qué no llore; cuando me estas diciendo que mi hijo no llegó?
Los lagrimones de lo ojos de Halima formaban chorreones negros de kohl, en su castigado rostro que limpiaba con su hatta.
–Es muy facil decir que no llore. Pero tú, Fátima, me estas contando que la patera de mi hijo se hundió en medio del maldito Estrecho. No, no me consueles con palabras huecas. El tuyo; tu hijo llegó hace dos años. Fue él quien sembró el veneno de la marcha en nuestra sangre. No Fátima; tú no me entiendes. No te reprocho los sacrificios que tuvimos que hacer para conseguir el dinero.
Oh, Fátima, perdóname, no sé lo que digo.



La canción definitivaJoan Parramon

Notas en la cabeza, al ritmo de la gente, la chica de la bicicleta: debería estar saliendo de algún lugar; morena, alta y seca, pelo despeinado una cascada de cuerdas al viento: “Toda la pesadez del día, se disuelve, como la sal en un vaso de agua… sin dejar rastro. Solo una sonrisa ilumina el resto del día”.
La había visto hacía unos días, llegando con su bicicleta: “algo en común entre nosotros me expande, me elevo hacia el cielo de la tarde y vuelo desde nieves perpetuas atravieso valles y antes de llegar al mar igualitario, me paro aquí, mirarte, sentirte…, este es mi sitio”.
Notas que siguen resonando: “No, no pienso decirte nada, hasta no encontrarte por tercera vez”.
Guillem, se quedo inmóvil, había estado mirando como bajaba y paraba, ahí justo a su lado fue feliz. Sí, desde que había empezado con el bajo, quería componer la canción definitiva: Una llamada que te obliga a pararte estés donde estés, subir el volumen, cerrar puertas y ventanas, despertar tu ser más primigenio y ya estás perdido: pierdes el autobús seguro; no gritas contra tu amigo; dejas en su sitio el cuchillo de cocina que querrías utilizar con tu ex pareja y lo que es más curioso: tampoco te cuelgas. No quieres terminar nada, intuyes que estás al principio. Lloras y desciendes volando hasta llegar al mar igualitario.
Sí, conseguí terminar la canción. No, no fue la definitiva. Una más para llenar el cuenco de la belleza.



Amor de barDolores Ferrer

Gloria aferró con fuerza el vaso de tubo y reunió la decisión suficiente para acercarse al chico que había llamado poderosamente su atención desde el mismo momento en el que había entrado en el pub.
Destacaba entre sus amigos con su amplia sonrisa, su tez oscura y ojos almendrados.
Fingiría tropezar al pasar por su lado y derramaría la bebida y él, caballerosamente, la invitaría. Así iniciarían una conversación que... ¿quién sabe dónde les llevaría?
Gloria intentaba calmar los latidos de su corazón cuando una duda invadió su mente.
¿Y si pensaba que era una alcohólica que iba borracha? No la tomaría nunca en serio.
Los pasos de Gloria vacilaron hasta que el muchacho levantó la mano y saludó hacia la puerta.
¿A quién miraba? Se preguntó Gloria frunciendo el ceño. Seguro que a alguna furcia medio desnuda.
La furia empezó a bullir en su interior. Ella intentando ser amable, y él engañándola ya con otra. Y siempre sería así, estaba segura. Tras una larga relación en la que ella le entregaría su amor, tiempo y dedicación, él la dejaría por alguien más joven. Todos eran iguales.
Oscar levantó la mirada y sonrió a la pelirroja que se había detenido frente a él.
–Hola –saludó.
–Esto es por pegármela con otra, cabrón –espetó Gloria arrojándole el cubata a la cara.
–Pero... ¿qué me estás contando? –preguntó Oscar, confuso, a la espalda que se alejaba.



Feria de intimidades - Salvador Carracedo
(no entró en concurso por no cumplir los requisitos de tener extensión de microrelato)


La Calle Vista Alegre hacía honor a su nombre, por la animación y el aspecto. En una de sus plazoletas se encontraba la Zapatería Cenicienta, en la que, según decir de la gente, uno podía encontrarse con sorpresas. Allí fue a parar Casimiro un día de primavera, en el que salió por los barrios de su ciudad, “para no perderse la vida”, como él solía decir. Había oído hablar de ella. Le sorprendió su amplio escaparate, la iluminación y el público que lo rodeaba, como si fuera un espectáculo. La gente hablaba animada. Él se acercó, intrigado.
-¿Hay siempre tanto curioso? –oyó que alguien preguntaba.
-Últimamente sí, sobre todo desde lo de aquel cliente extraño.
-¿Quién era? ¿Qué pasó con él?
-No se sabe con certeza; pero se dice que salió enfadado y que pronunció
unas frases enigmáticas y amenazadoras. A partir de entonces, cuando se descuidan,
¡zas! lo de siempre: suceden cosas raras y no siempre agradables.
-Cuando se descuidan, ¿qué quiere decir?
-Las empleadas se cansan de avisar e informar, pero no vale; siempre hay alguno que se olvida y se despista.
-Explíquese, que no le entiendo. ¿De qué avisan e informan? –Casimiro
asintió con la cabeza, como si el que preguntaba adivinara sus pensamientos.
-Verá: advierten a los compradores, una y otra vez, que deben probarse los zapatos uno a uno, pero nunca los dos a la vez.
-¿Y si lo hacen, qué pasa? –Casimiro estaba expectante.
-Pues algo de lo más original. Tienen un comportamiento imprevisto y expresan, según dicen, sus deseos más íntimos y oscuros, sus aficiones o sus tendencias particulares.
Poco a poco se fue haciendo un corrillo alrededor de estas dos personas. Todos querían hablar. Casimiro no perdía palabra.
-Sí, yo sé de alguien que comenzó a bailar.
-Y otros rompieron a llorar.
-Alguno quiso conquistar a las dependientas.
-Y no faltó quien se puso a robar lo que veía.
-Se afirma que, incluso, hay quien viene a probarse los dos zapatos simultáneamente, para tener una experiencia.
-¡Qué me estás contando!
-Lo que oyes.
La conversación seguía. Casimiro se quedó pensativo unos minutos. Después se decidió a entrar. La luz era suave y creaba intimidad. Tomó en el mostrador un par de su número y fue a acomodarse. Observó toda la tienda. Cuando iba a probarse el primer zapato, vio que una mujer accedía con paso firme, como si desfilara por una pasarela. Percibió la belleza que exhibía su figura y lo que ocultaba. La siguió con la vista. La vio pedir un bonito par de fantasía. Al tenerlo en sus manos, acarició la piel con la que estaba hecho, esbozando una sonrisa. Buscó donde sentarse. Se puso el izquierdo. Se levantó y se miró en el espejo. Casimiro reconoció que el pie de la mujer embellecía el zapato. Volvió a su sofá. ¿Y ahora, qué haría? Echó la vista en derredor, como buscando espectadores. Cogió el derecho. ¡Se lo iba a poner! No, esperaba. Volvió a sonreír. De repente, se lo calzó sin quitarse el otro y se levantó. Y, como transformada, comenzó a contonearse voluptuosamente, al tiempo que se soltaba el pelo. Luego inició el recorrido por los botones de la blusa, que la obedecían y dejaban su busto al descubierto. Todos la miraban y se miraban entre sí. Fuera, la gente escudriñaba tras el cristal. Casimiro, boquiabierto, vio cómo se quitaba la blusa y la tiraba al aire. Al bajar las manos en busca de la falda, se oyó que alguien gritaba: ¡basta. corten!

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