jueves, 8 de mayo de 2008

MICRORELATOS DEL CONCURSO (II)

El encargoJulia Soria

Me habían encargado un estudio de mercado sobre un negocio de pesticidas, que no me gustaba nada.
Estaba irritada.
No existe en mi carácter ni un ápice de violencia física. Sí por el contrario, en el orden de la dialéctica. Soy capaz de discutir enervadamente hasta quedar exhausta y esto puede provocar en mí la idea -siempre en sentido metafórico- de “matar”. Es decir, ganar la batalla, llevar a mi terreno al contrincante, hacerle pedazos, aniquilarle. Verlo a mis pies rendido y sin argumentos, empequeñecido, humillado, totalmente trastocado y hundido por mi razón. No necesito matarlo. Ya se ha muerto dentro de mí…
Entonces me giré, me levanté de la mesa de trabajo gritando:
-¡¡pero que me estás contando!!...
Y allí estaba él, inerte, yacía tirado sobre la alfombra de mi despacho.
Su corazón no había podido resistir la tremenda tensión que había acumulado durante aquél día en que yo me levanté mal y me fui poniendo peor a medida que transcurría la jornada. Le tocó a él, como siempre. Su parsimonia y poca claridad mental para solucionar los problemas que se presentaban cada día en el gabinete, conseguía sacarme de quicio. Y me ensañé con mis malas (o buenas) artes en una violenta y agresiva discusión.
Y se murió, yo no hice nada para conseguirlo; pero así fue.
Descanse en paz.



El colegioNuria Millet

El colegio estaba abandonado. Tenía un patio con un pozo de piedra y una gran aula única. Antes todos los niños del pueblo, de diferentes edades, estudiaban juntos y el maestro dosificaba y dividía su atención entre los grupos. Mientras los más pequeños hacían una redacción, los otros recibían clase de matemáticas. Quedaban los colgadores de batas listadas, un mapamundi antiguo y desfasado, los desgastados pupitres de madera y la pizarra con algunas tizas rotas. A mi primo Ramón y a mí nos gustaba rayar los pupitres y hacer dibujos con las tizas en los suelos de piedra.
En los alrededores del colegio había campos de trigo con algún tractor solitario. Cuando nadie nos veía subíamos al tractor, con cierta dificultad, y nos colocamos delante del volante para jugar a que lo conducíamos. Sabíamos que el tío Juan había perdido la pierna por un accidente con el tractor, y cuando lo encontrábamos cojeando con la pernera suelta de su pantalón, lo mirábamos con respeto.
Una tarde el tío Juan me contó que en el fondo del pozo del colegio había un tesoro “¿Qué me estás contando? No te creo”. Pero él me explicó que fue durante la guerra, cuando algunos habitantes del pueblo tuvieron que huir y escondieron su posesiones más valiosas allí. Me dijo que algún día rescataríamos aquel tesoro. Y aunque el pozo se secó y nunca lo hicimos, desde entonces todavía le miré con más respeto.



Convertirme en princesaEva Lleonart

—¡Qué me estás contando!
No podía creer que el príncipe en persona visitaría el hospital y yo, como directora, le enseñaría las instalaciones. Mi astrólogo y aprendiz de brujo realizó el conjuro: A las doce en punto el heredero de la corona quedará hechizado y pedirá en matrimonio a quien esté mirando en ese instante.
Faltaba un minuto para las doce cuando el fornido camillero apareció al fondo del pasillo. Lucía uniforme blanco de manga corta y empujaba sin esfuerzo una camilla vacía. El príncipe lo contemplaba absorto e intenté llamar su atención. Alteza, ¿seguimos?
No hubo respuesta. Aunque no me extrañó, con esos brazos…



¿Diga? - Elisabet Baurier

La enfermera que le dio el resultado de las pruebas de esterilidad no sabía que tenía delante al hombre más poderoso del mundo.
La dependienta de la juguetería que le vendió el bingo ignoraba que aquel tipo montaría una revolución sólo porque no tendría a quién legar su cargo.
El taxista que lo llevó a la oficina no imaginó que transportaba al infértil responsable de adjudicar número a todos los teléfonos del planeta, el encargado de que no hubiese ningún número repetido, el controlador supremo de la telefonía universal.
La secretaria que le abrió la puerta intuyó que algo le pasaba porque nunca entraba sin decir hola.
El limpiacristales supuso que el hombre había enloquecido porque no paraba de sacar bolas del bingo, mirarlas y teclear números en los ordenadores de su mesa.
El programa de adjudicación de números se descontroló porqué cada vez que él entraba una nueva cifra alguien en el mundo perdía su número y éste se desviaba a otro teléfono.
La voz infantil que llamó a su móvil preguntando por tía Helena le hizo sonreír. Contestó “No sé qué me estás contando” y colgó. Entonces empezó el caos y, desgraciadamente, la enfermera nunca pudo comunicarle que se confundió con las pruebas.

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